FELIPE MARTÍNEZ LÓPEZ
Publicado en el periódico Tiempo, de Oaxaca, Oax., el 6 de marzo de 2010.
Desde hace buen tiempo, uno de los principales problemas del sistema político mexicano es la falta de credibilidad de los partidos políticos. Casi nadie les cree, porque nunca cumplen con sus promesas; ahora, su credibilidad está más que desgastada, porque, incluso, se han desprendido de las caretas ideológicas por el sueño de ganar unas elecciones a costa de lo que sea, y, en el PRI, se ha declarado abierta y cínicamente la era de los caciquismos estatales.
El sistema político mexicano está estructurado de forma tal, que son los partidos políticos quienes representan a la sociedad general y gobiernan en su nombre. Los ciudadanos no cuentan, sino la militancia; incluso, cuando un político triunfa en las elecciones, no gobierna para la sociedad, sino en nombre de la corriente política que representa. Por eso, Felipe Calderón se asume como un presidente panista y, en abierta confrontación a la doctrina de ese partido, ha regresado al viejo esquema priista de ser el primer panista de la nación, quien quita y pone a los presidentes de ese partido y dicta la estrategia política de las alianzas electorales. Calderón es el poder en el PAN y no sólo en Los Pinos, con todo el riesgo que esa actitud entraña. Pero, también, los diputados y senadores no se asumen como representantes de la nación, sino como voceros de su partido político; por eso se convierten en fracciones parlamentarias partidistas, cuando asumen la curul, y de ahí los interminables discusiones y confrontaciones que observamos en la cámaras. Son los voceros de sus partidos y no los representantes de la soberanía popular. Son elementos facciosos y no representantes populares.
Esta tendencia, que ya se observaba desde el origen de los partidos, adquirió visos de perversión a fines del siglo XX, cuando la era de las ideologías se despedazó con la caída del Muro de Berlín, el fin de Socialismo Real y el mundo bipolar. El triunfo del capitalismo como motor económico de la sociedad, llevó también la moral comercial al terreno de la política. Como sabemos, el capitalismo se basa en el egoísmo, la usura y la avaricia; la acumulación de dinero, a costa de lo que sea, como forma y fin para alcanzar la satisfacción personal. Por eso, ahora a nadie le extraña que esa misma moral sea la base del quehacer político.
Atrás quedaron las épocas cuando el político era una persona admirada y querida, un personaje emulado y ejemplo a seguir, cuando la política era una lucha de ideales y existía la idea del Estado como fin último de la razón política. Fue la gran época de los liberales que combatieron por la República federal, el Estado laico y la democracia representativa; junto a ellos se batieron los conservadores de la monarquía como forma de gobierno, la Iglesia como estandarte y los estamentos como aglutinadores sociales. Hoy, todo ha quedado en el olvido. La política se ha convertido en el supremo arte de acceder al escritorio donde se puede distribuir el dinero público, de acuerdo a los intereses personales y de camarillas, donde se negocian porcentajes por cada obra asignada y no la resolución de la problemática social; ahora no se guían por el bien común, sino por la magnificación de los beneficios esperados. Por eso, porque los políticos han perdido la orientación social, los partidos se han convertido en meros instrumentos de negociación mercantil.
Nada mejor para ejemplificar este proceso, que la patética disputa entre Beatriz Paredes y César Nava, dirigentes del PRI y el PAN, por un acuerdo incumplido entre dos comerciantes del poder. Llegaron al extremo de firmar un documento con todas las características de un contrato comercial, incluido la presencia de dos testigos; sólo faltó la rúbrica de un notario público, para tener un instrumento mercantil, con fuerza legal para ser presentado ante una instancia federal.
Publicado en el periódico Tiempo, de Oaxaca, Oax., el 6 de marzo de 2010.
Desde hace buen tiempo, uno de los principales problemas del sistema político mexicano es la falta de credibilidad de los partidos políticos. Casi nadie les cree, porque nunca cumplen con sus promesas; ahora, su credibilidad está más que desgastada, porque, incluso, se han desprendido de las caretas ideológicas por el sueño de ganar unas elecciones a costa de lo que sea, y, en el PRI, se ha declarado abierta y cínicamente la era de los caciquismos estatales.
El sistema político mexicano está estructurado de forma tal, que son los partidos políticos quienes representan a la sociedad general y gobiernan en su nombre. Los ciudadanos no cuentan, sino la militancia; incluso, cuando un político triunfa en las elecciones, no gobierna para la sociedad, sino en nombre de la corriente política que representa. Por eso, Felipe Calderón se asume como un presidente panista y, en abierta confrontación a la doctrina de ese partido, ha regresado al viejo esquema priista de ser el primer panista de la nación, quien quita y pone a los presidentes de ese partido y dicta la estrategia política de las alianzas electorales. Calderón es el poder en el PAN y no sólo en Los Pinos, con todo el riesgo que esa actitud entraña. Pero, también, los diputados y senadores no se asumen como representantes de la nación, sino como voceros de su partido político; por eso se convierten en fracciones parlamentarias partidistas, cuando asumen la curul, y de ahí los interminables discusiones y confrontaciones que observamos en la cámaras. Son los voceros de sus partidos y no los representantes de la soberanía popular. Son elementos facciosos y no representantes populares.
Esta tendencia, que ya se observaba desde el origen de los partidos, adquirió visos de perversión a fines del siglo XX, cuando la era de las ideologías se despedazó con la caída del Muro de Berlín, el fin de Socialismo Real y el mundo bipolar. El triunfo del capitalismo como motor económico de la sociedad, llevó también la moral comercial al terreno de la política. Como sabemos, el capitalismo se basa en el egoísmo, la usura y la avaricia; la acumulación de dinero, a costa de lo que sea, como forma y fin para alcanzar la satisfacción personal. Por eso, ahora a nadie le extraña que esa misma moral sea la base del quehacer político.
Atrás quedaron las épocas cuando el político era una persona admirada y querida, un personaje emulado y ejemplo a seguir, cuando la política era una lucha de ideales y existía la idea del Estado como fin último de la razón política. Fue la gran época de los liberales que combatieron por la República federal, el Estado laico y la democracia representativa; junto a ellos se batieron los conservadores de la monarquía como forma de gobierno, la Iglesia como estandarte y los estamentos como aglutinadores sociales. Hoy, todo ha quedado en el olvido. La política se ha convertido en el supremo arte de acceder al escritorio donde se puede distribuir el dinero público, de acuerdo a los intereses personales y de camarillas, donde se negocian porcentajes por cada obra asignada y no la resolución de la problemática social; ahora no se guían por el bien común, sino por la magnificación de los beneficios esperados. Por eso, porque los políticos han perdido la orientación social, los partidos se han convertido en meros instrumentos de negociación mercantil.
Nada mejor para ejemplificar este proceso, que la patética disputa entre Beatriz Paredes y César Nava, dirigentes del PRI y el PAN, por un acuerdo incumplido entre dos comerciantes del poder. Llegaron al extremo de firmar un documento con todas las características de un contrato comercial, incluido la presencia de dos testigos; sólo faltó la rúbrica de un notario público, para tener un instrumento mercantil, con fuerza legal para ser presentado ante una instancia federal.
No. No chamaquearon a los priistas. Lo que observamos en la disputa de acuerdos incumplidos es la consolidación de la era de los acuerdos comerciales, en un terreno donde debía privar la búsqueda del bien común y la ética del compromiso. Como diría el filósofo pueblerino: Ya no hay moral en la política, y los partidos se empeñan se mostrarse como verduleras y no como entidades de interés público. Por eso han perdido toda credibilidad en los últimos tiempos.