FELIPE MARTÍNEZ LÓPEZ
Publicado en el periódico Tiempo, de Oaxaca, Oax., el 8 de mayo de 2010.
En 1983, la Asamblea General de la ONU creó la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo. De su trabajo surgió el documento conocido como Nuestro futuro común (Informe Brundtland) que, después de ser examinado por el Consejo Directivo del Programa de Medio Ambiente de las Naciones Unidas (PNUMA), fue puesto a consideración y aprobado por la Asamblea General de la ONU, en 1987.
El documento se distancia del ecocentrismo, donde se veía al desarrollo como causa del deterioro ambiental, y adopta una clara óptica antropocentrista, proponiendo evitar el deterioro límite del desarrollo: “Antes, nuestras mayores preocupaciones se dirigían para los efectos del desarrollo sobre el medio ambiente. Hoy, tenemos que preocuparnos también con el modo como el deterioro ambiental puede impedir o revertir el desarrollo económico”, decía y asumía que: “La humanidad es capaz de volver sustentable el crecimiento, de garantizar que él atienda las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras de atender también las suyas.”
Establecía los lazos entre pobreza y medio ambiente, haciendo a los pobres tanto o más responsables de la crisis ambiental que los ricos. La consecuencia del razonamiento era la necesidad de crecimiento económico para disminuir la pobreza, como para posibilitar las inversiones en nuevas tecnologías, también como medio de contener o revertir los problemas ambientales. Sin embargo, reconocía que el crecimiento en sí no es garantía de disminución de la pobreza y se esgrimía el objetivo de la equidad social. Complementariamente, recomendaba políticas poblacionales para contener el crecimiento demográfico, aunque reconocía a la pobreza como su causa principal.
La aceptación de la Asamblea General saca el Informe Brundtland de los ámbitos especializados y académicos, ubicaba elementos del desarrollo sustentable en el contexto económico y político del desarrollo internacional e instalaba los aspectos ambientales en la agenda política mundial. El concepto de desarrollo sustentable fue definido como: “aquel que satisface las necesidades del presente sin comprometer las posibilidades de las futuras generaciones de satisfacer sus propias necesidades.”
Sin embargo, sus críticos cuestionaron la forma como se articulan crecimiento, pobreza, sustentabilidad y participación. En primer lugar, si bien es cierto que crecimiento y sustentabilidad no son necesariamente excluyentes, eso no implica que el primero favorezca necesariamente al segundo, cuestionando el objetivo operacional del desarrollo sustentable. Luego, en la relación crecimiento-pobreza, el primero no garantiza la superación del segundo y no se justifica como objetivo operacional. En cuanto al concepto de sustentabilidad, no responde a preguntas fundamentales como qué debe ser sustentado, para quiénes y cuánto tiempo, quedándose en una definición superficial para convocar amplios consensos por soslayar los intereses diferentes que responderían a esas preguntas de manera diferente.
La participación aparece como la llave para lograr la equidad y la sustentabilidad ecológica, sin ninguna prueba de su veracidad; la desigualdad económica limita, ella misma, las posibilidades y capacidades de participación, impidiendo tenerla como variable independiente y, menos, adjudicarle la capacidad de determinante. En cuanto al supuesto de la equidad como garante de un manejo sustentable de los recursos, tampoco está probado en la práctica, y más bien resulta clara la necesidad de una voluntad política específica y capacidades económicas y técnicas, no necesariamente derivadas de la equidad.
Sin embargo, la fórmula del desarrollo sustentable desplazó definitivamente el viejo cuestionamiento ambientalista al crecimiento y lo presentó como condición central de la sustentabilidad ecológica, y ésta se admitió como condición del primero. Luego, atenuar la pobreza y la desigualdad no son objetivos en sí, sino medios para esta sustentabilidad, alcanzables dentro del sistema de mercado, con mayor participación social en la toma de decisiones. La aceptación universal del Informe Brundtland permitió la búsqueda práctica del desarrollo sustentable y el intento de institucionalizar su puesta en marcha.
Río 1992 o el ajuste con la realidad.
Así, la conferencia de la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo, Río 1992, fue preparada para instrumentar globalmente el desarrollo sustentable, mediante compromisos jurídicamente vinculantes entre los gobiernos. Ahí aprobaron cinco documentos principales: la “Declaración de Río sobre medio ambiente”, la “Agenda XXI”, la “Convención marco sobre cambios climáticos”, la “Convención sobre diversidad biológica”, y la “Declaración de principios sobre el manejo, conservación y desarrollo sustentable de todos los tipos de bosques”.
Sin embargo, en muchos aspectos importantes, Río 1992 significó un retroceso respecto a Estocolmo 1972. Por ejemplo, se reforzó el papel de instituciones como el Banco Mundial, al adjudicarle la gestión de los fondos especiales destinados al ambiente, dejando relegados temas como la deuda externa de los países pobres, los desechos tóxicos y la energía nuclear. También salieron incólumes el libre comercio, la deuda ecológica del Primer Mundo con el Tercero y el papel de las empresas transnacionales.
Los países desarrollados, salvo excepciones, defendieron su libertad de agredir el ambiente y manifestaron no estar dispuestos a pagar por los daños producidos, tanto a nivel global como en los países pobres. No sólo eso, sino pretendieron limitar el uso autónomo de los países de sus recursos naturales, declarándolos patrimonio universal. Desde entonces, la filosofía del desarrollo sustentable pasó a ser parte del discurso “políticamente correcto”, pero sin aplicación práctica en la realidad cotidiana internacional.
Publicado en el periódico Tiempo, de Oaxaca, Oax., el 8 de mayo de 2010.
En 1983, la Asamblea General de la ONU creó la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo. De su trabajo surgió el documento conocido como Nuestro futuro común (Informe Brundtland) que, después de ser examinado por el Consejo Directivo del Programa de Medio Ambiente de las Naciones Unidas (PNUMA), fue puesto a consideración y aprobado por la Asamblea General de la ONU, en 1987.
El documento se distancia del ecocentrismo, donde se veía al desarrollo como causa del deterioro ambiental, y adopta una clara óptica antropocentrista, proponiendo evitar el deterioro límite del desarrollo: “Antes, nuestras mayores preocupaciones se dirigían para los efectos del desarrollo sobre el medio ambiente. Hoy, tenemos que preocuparnos también con el modo como el deterioro ambiental puede impedir o revertir el desarrollo económico”, decía y asumía que: “La humanidad es capaz de volver sustentable el crecimiento, de garantizar que él atienda las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras de atender también las suyas.”
Establecía los lazos entre pobreza y medio ambiente, haciendo a los pobres tanto o más responsables de la crisis ambiental que los ricos. La consecuencia del razonamiento era la necesidad de crecimiento económico para disminuir la pobreza, como para posibilitar las inversiones en nuevas tecnologías, también como medio de contener o revertir los problemas ambientales. Sin embargo, reconocía que el crecimiento en sí no es garantía de disminución de la pobreza y se esgrimía el objetivo de la equidad social. Complementariamente, recomendaba políticas poblacionales para contener el crecimiento demográfico, aunque reconocía a la pobreza como su causa principal.
La aceptación de la Asamblea General saca el Informe Brundtland de los ámbitos especializados y académicos, ubicaba elementos del desarrollo sustentable en el contexto económico y político del desarrollo internacional e instalaba los aspectos ambientales en la agenda política mundial. El concepto de desarrollo sustentable fue definido como: “aquel que satisface las necesidades del presente sin comprometer las posibilidades de las futuras generaciones de satisfacer sus propias necesidades.”
Sin embargo, sus críticos cuestionaron la forma como se articulan crecimiento, pobreza, sustentabilidad y participación. En primer lugar, si bien es cierto que crecimiento y sustentabilidad no son necesariamente excluyentes, eso no implica que el primero favorezca necesariamente al segundo, cuestionando el objetivo operacional del desarrollo sustentable. Luego, en la relación crecimiento-pobreza, el primero no garantiza la superación del segundo y no se justifica como objetivo operacional. En cuanto al concepto de sustentabilidad, no responde a preguntas fundamentales como qué debe ser sustentado, para quiénes y cuánto tiempo, quedándose en una definición superficial para convocar amplios consensos por soslayar los intereses diferentes que responderían a esas preguntas de manera diferente.
La participación aparece como la llave para lograr la equidad y la sustentabilidad ecológica, sin ninguna prueba de su veracidad; la desigualdad económica limita, ella misma, las posibilidades y capacidades de participación, impidiendo tenerla como variable independiente y, menos, adjudicarle la capacidad de determinante. En cuanto al supuesto de la equidad como garante de un manejo sustentable de los recursos, tampoco está probado en la práctica, y más bien resulta clara la necesidad de una voluntad política específica y capacidades económicas y técnicas, no necesariamente derivadas de la equidad.
Sin embargo, la fórmula del desarrollo sustentable desplazó definitivamente el viejo cuestionamiento ambientalista al crecimiento y lo presentó como condición central de la sustentabilidad ecológica, y ésta se admitió como condición del primero. Luego, atenuar la pobreza y la desigualdad no son objetivos en sí, sino medios para esta sustentabilidad, alcanzables dentro del sistema de mercado, con mayor participación social en la toma de decisiones. La aceptación universal del Informe Brundtland permitió la búsqueda práctica del desarrollo sustentable y el intento de institucionalizar su puesta en marcha.
Río 1992 o el ajuste con la realidad.
Así, la conferencia de la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo, Río 1992, fue preparada para instrumentar globalmente el desarrollo sustentable, mediante compromisos jurídicamente vinculantes entre los gobiernos. Ahí aprobaron cinco documentos principales: la “Declaración de Río sobre medio ambiente”, la “Agenda XXI”, la “Convención marco sobre cambios climáticos”, la “Convención sobre diversidad biológica”, y la “Declaración de principios sobre el manejo, conservación y desarrollo sustentable de todos los tipos de bosques”.
Sin embargo, en muchos aspectos importantes, Río 1992 significó un retroceso respecto a Estocolmo 1972. Por ejemplo, se reforzó el papel de instituciones como el Banco Mundial, al adjudicarle la gestión de los fondos especiales destinados al ambiente, dejando relegados temas como la deuda externa de los países pobres, los desechos tóxicos y la energía nuclear. También salieron incólumes el libre comercio, la deuda ecológica del Primer Mundo con el Tercero y el papel de las empresas transnacionales.
Los países desarrollados, salvo excepciones, defendieron su libertad de agredir el ambiente y manifestaron no estar dispuestos a pagar por los daños producidos, tanto a nivel global como en los países pobres. No sólo eso, sino pretendieron limitar el uso autónomo de los países de sus recursos naturales, declarándolos patrimonio universal. Desde entonces, la filosofía del desarrollo sustentable pasó a ser parte del discurso “políticamente correcto”, pero sin aplicación práctica en la realidad cotidiana internacional.